martes, 28 de diciembre de 2010

Montaigne, que nunca llegó a leer a John Dewey...

No cesa de alboratarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro saber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzarse a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ya preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscar. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. Sócrates, y más tarde Arcesilao, hacían primeramente expresarse a sus discípulos, y luego hablaban ellos. Obest plerunque iis, qui dicere volunt, auctiritas eorum, qui docent1. Bueno es que le hago correr ante su vista para juzgar de su bríos y ver hasta qué punto se debe rebajar para acomodarse a sus fuerzas. Si de tales requisitos prescindimos, ningún fruto alcanzaremos; saberlos escoger y conducirlos con acierto y mesura es una de las labores más arduas que conozco. Un alma superior y fuerte sabe condescender con los hábitos de la infancia, al par que guiarlos. Yo camino con mayor seguridad y planta más segura al subir que al bajar.

Aquellos que como nuestro uso tiene por hábito aplican idéntica pedagogía y procedimientos iguales a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente: no es de maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar algún fruto de la educación recibida. Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que se informe del provecho que ha sacado, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Convierte que lo aprendido por el niño lo explique éste en cien maneras diferentes y que lo acomode a otros tantos tantos casos para que de este modo pueda verse si recibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal y como se ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le diera para nutrirlo. Nuestra alma no se mueve sino por extraña voluntad, y está ligada y constreñida, como la tenemos acostumbrada a las ideas ajenas; es sierva y cautiva bajo la autoridad de su lección: tanto se nos ha subyugado que se nos ha dejado sin libertad ni desenvoltura. Nuncuam tuteloe suoe fiunt.2

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